sábado, 29 de diciembre de 2012

Las prisas me conmueven las entrañas

Las prisas me conmueven las entrañas.
Si grito, todo son recuerdos vanos
de opuestos desmedidos y de hermanos
que siguen recordando dos Españas.
 
¡Qué diferente música, la risa!
¡Qué oculta, entre tinieblas, la alegría!
Las lágrimas enjuagan la porfía
de un pobre pecador que nunca avisa.
 
Me acuerdo –y te repaso en este verso–
de ti, de todo el tiempo que ha pasado
desde que decidimos dar de lado
al Ser. Tú, tan creyente; yo, converso.
 
Testigos de una tensa transición
tildada en tiempos de acto intransigente,
mal recordada, y vuelta nuevamente
a magnitudes de imaginación.
 
Siquiera eludo hablar con otros nombres
al despertarme ajeno a todo aquello
relacionado con lo feo o bello
y has de saber: no dejo que me asombres.

martes, 18 de diciembre de 2012

Tus ojos azules

Resulta que sugieren avaricia
por conseguir placer con cierto acierto,
pero un placer efímero, encubierto
por un tiempo advertido de delicia.

Sigue existiendo en todos la codicia
pero ninguno como yo es experto
para comunicar a cielo abierto:
te admiro, y soy perverso en mi malicia.

¡Un trono, Dios bendito, dame un trono
para poder guardarles reverencia!
Nadie quisiera ver que los anules.

¡Cuán desgraciada viene a ser la ausencia
que sin querer yo siento si abandono
tu experta perfección de ojos azules!

sábado, 15 de diciembre de 2012

Habitantes de este mundo

Del tiempo del origen de la vida,
do son nonatos ángeles y males,
allí donde comienza la partida
-allí no se permiten los rivales-
tienen lugar; más bien, tienen cabida
aconteceres harto originales:
el soplo del sentir, el descontento
de aquesta especie en su primer aliento.
 
Verídica sustancia, la existencia:
es recorrer caminos pedregosos,
gimotear eterna penitencia,
analizar porqués pesadumbrosos
y malinterpretar la fe y la ciencia.
Humano, si los valles son hermosos,
¡qué importa que no se hagan las preguntas,
si las respuestas nos las dan adjuntas!
 
En este mundo entramos, y vivimos
algunos con un número de serie,
gritando: ¡Ya no somos! ¡Nunca fuimos!
Y esperan que alguien los vea y los ferie,
los agasajen con ternura y mimos
por miedo al frío horror de la intemperie,
por no saber cambiar nunca de aspecto
e ir degenerando hacia lo abyecto.
 
Otros, en cambio, ruegan por sus almas,
pues libres vuelan entre pensamientos
y lucen sus coronas y sus palmas.
Y estudian, ora los cuatro elementos,
ora cien tempestades con sus calmas,
que del sufrir quedaron más que exentos
cuando regurgitaron la belleza
que vive en forma de naturaleza.
 
Y a aquellos les es dado por derecho
lo que al primero de los grupos niegan:
en el conocimiento no hay un techo.
En vasto, en infinito mar navegan
los seres que renuncian al barbecho
y maravillas viven, sueñan, legan.
Y no es sino a través de este heroísmo
que sienten en su pecho el misticismo.
 
Humanos todos, pero en gradaciones
que no son categóricas; es falso.
Son mera infamia, burla, sensaciones
de aquellos que reclaman el cadalso,
de aquellos que no miden sus acciones,
de aquellos que andan con cerebro balso…
de aquellos que renuncian a la vida
por no querer jugarse la partida.
 
No somos diferentes, ni unos ni otros.
Y, ¿quiénes son los otros? ¿Éstos? ¿Ellos?
“No quiero confundirme con vosotros”,
salpica el necio el verbo entre destellos
de burda incomprensión del ser nosotros
y no unos y otros y esos y aún aquellos
entre otros raciocinios de iracundo,
pues somos habitantes de este mundo.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Las diferentes formas de doblar calcetines

Ah, ¡qué feliz era yo viviendo en Estados Unidos! En un hermoso cubículo que respondía a los datos de 15 Chester Street, apartamento 33, Cambridge, Massachusetts, 02140. A un paso de Davis Square, lo cual ya era parte de Somerville (la calle Chester empezaba en Cambridge y terminaba en Somerville… lo típico, vamos). Un apartamento de una sola estancia, de los de sofá-cama, pero que por lo menos tenía un cuarto de baño. Encajado en un maldito cubo de ladrillo que resaltaba, junto a su gemelo del número 9, en medio de hermosas casas típicas estadounidenses con sus porches, sus jardines y sus puertas dobles. Los alrededores de Boston, vamos. Y a menos de 10 minutos andando estaba Porter Square, con su Shaw’s para hacer la compra, su Panera Bread para tomar café y dar unas clases de español un tanto ilegales… y un poco más allá una serie de calles que hacían las veces de recinto al cual un día decidieron llamar Universidad de Harvard.
 
Cogiendo el metro, que allí llamaban T, uno se plantaba en el centro de Boston (¡qué hermosa ciudad!). De Davis a Park Street, en la línea roja, para salir en el Boston Common, el parque que una vez fuera lugar de asentamiento de las tropas inglesas que no podían permitir que unos hijos de la Nueva Inglaterra les quisieran dar de lado e independizarse. Y por allí paseaba yo, a veces solo y a veces no, pero siempre dándole vueltas a dicho conflicto. Y de dicho conflicto se me ocurría pensar en otros, y todos convergían en lo mismo: cuando uno no hace las cosas como quiere otro, el otro y el uno se enzarzan en una pugna carente de sentido, pero que ha de demostrar quién tiene razón. Sea por la fuerza de la palabra o de la acción.
 
Así que en esas estaba cuando llegué a la conclusión de que una simple discrepancia puede romper una avenencia no contractual de varios años de antigüedad. El discutir es algo muy del ser humano. Y si no se respetan los componentes básicos de la argumentación, para poder sentar cátedra y establecer una teoría que derogue la discusión, o incluso aunque se consideren dichos componentes, es posible que la discusión evolucione hasta los temas más absurdos que uno pueda imaginar. Como, por ejemplo, las diferentes formas de doblar calcetines. Algo tan estúpido, pero que es reflejo del día a día, del por qué somos a veces como somos y a veces como deberíamos (o no) ser. Lo cual me ha llevado a pensar también, pero menos, sobre cuántas maneras existen de doblar calcetines.
 
Sea como fuere, a menudo me pregunto si no vivimos todos en una gran mentira donde lo que llamamos bueno es en realidad perjudicial para el entendimiento y las relaciones sociales. Pero es que es tan fácil dejarse llevar por las irrealidades… Allá donde se oye una voz, un grito, un golpe, un pisoteo, una ofensa, un desprecio, una deshonra, una vejación… allá, digo, se disfruta maquiavélicamente con la mentira de la irrealidad. Y así vivimos, y pasan los días y los años y pretendemos hacer como que no nos damos cuenta. Bueno, pues yo tampoco me doy cuenta. Que viva la perfidia.

jueves, 6 de diciembre de 2012

¡Vive!

Cuando aquí ya no estemos…
¿qué quedará de mí que se recuerde?
Ciprés y crisantemos,
azul, dorado y verde,
y hacer creer que el que no gana pierde.
 
Cuando tú te hayas ido…
¿qué quedará de ti que no se olvide?
Un gesto, un sinsentido.
El alma no se mide,
acaso el corazón (si otro lo pide).
 
Cuando nadie te busque…
¿qué quedará en tu rostro, más que llanto?
No dejes que te ofusque
ni cedas al quebranto;
hoy día nadie se merece tanto.
 
Cuando quiera el futuro…
¿qué quedará de ti? Tan sólo nada,
eso te lo aseguro.
La luz de tu mirada
habrá de recordarte abandonada.
 
Y, sin embargo, ¡vive!
No olvides ser feliz, pues nada importa.
Si al miedo eres proclive
tu vida será corta.
Saber que no serás me reconforta.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

La sangre de Qingu

Resulta que, en aquél tiempo, de cuya fecha exacta no quiero acordarme pero sí del lugar, allá por Mesopotamia, no existía el hombre, y los dioses se lo pasaban pipa con sus cosas. Y resulta que, cabreados entre ellos (cabrearse es una de las más benevolentes prerrogativas divinas), un buen día decidieron darse de leches. Y Marduk, que era el ramero amo de todos ellos, se cargó a Tiamat, una pícara deidad del mar (que no telúrica o ctónica). Y el bueno de Qingu, que era marido de ésta en segundas nupcias, la pagó con creces. Pues no se le ocurrió otra cosa a Marduk que crear un ser mezclando arcilla (barro, caolín, greda…) con la sangre de nuestro querido Qingu. Un ser cuyo fin primero y último era servir a estos dioses que se lo pasaban pipa con sus cosas. ¿Ya adivináis cuál fue ese ser? Sí. El hombre.
 
Por tanto, con un empiece tan particular y mitológicamente sublime, ya entendemos por qué somos tan estúpidos, ¿verdad? De entre toda la lista de la humanidad desde sus orígenes, incluyendo nonatos, albinos y deformes (luego os hablo de los seres deformes), no podríamos salvar de la quema más que a unos pocos conspicuos humanos, notables pero no sobresalientes, porque al sobresalir se sobreentiende una sobreactuación. Si fueran sobrehumanos… pero no. Sin embargo, es tan difícil acceder a la base de datos de la humanidad que quizá peque de bondadoso y no deba salvarse nadie. Y luego vendrán con esas del Juicio Final, de la salvación eterna, del Apocalipsis. ¡Quiá!
 
Nos portamos mal. Está en nosotros. Lo sentimos en cada uno de nuestros pensamientos, de nuestras acciones, de nuestras inacciones. Hasta ese que piensas tan majestuosamente perfecto, inmejorable, excelso… ese, sí, es un cabrón. ¡Qué le vamos a hacer! Fuimos creados por una voluntad vanidosa de alguien a quien somos ajenos. Es como pintar con plastidecores: ¿somos los dioses de esa creación? Es como Niebla, de Miguel de Unamuno: ¿es él el dios de sus personajes? Ante tal perspectiva vital, vamos mal. Y pecamos. Y nos damos cuenta que el propio ser humano es el creador de sus dioses, de sus mitos creadores. ¡Acabáramos! Entonces, ¿qué? ¿Ya puedo pecar a gusto? “Con mucho gusto”, me dicen los dioses. Y yo mismo me autodenomino hereje y blasfemo. Que Dios me perdone.
 
Y, de esta manera, nos portamos mal. Rodeados de éter, al cual voy a elevar a la categoría de divino, porque me da la gana, decidimos tomar las decisiones que nos parecen mejores a nosotros mismos. Egoísmo, lo llaman. El egoísmo es dar una patada al éter, omnipotente y omnisciente como es, y tratar de empujar el aire que sopla alrededor de otros. Pero no importa; los otros tratarán de hacer lo mismo. Y el único perjudicado es el éter.
 
Tal y como he prometido, me despido hablando de los seres deformes. Resulta que, en aquél tiempo, mientras fabricaban a los hombres en cadena, haciendo un esfuerzo ímprobo, todo sea dicho, los buenos de Ninkhursag y Enki mataban el tedio tomando cerveza. De todos es sabido que mezclar cerveza y trabajo conlleva resultados desastrosos. Pues así fue: al cabo de un rato se les nubló la pericia y montaron a un hombre al que le faltaba una pierna, otro que no era capaz de orinar, otro con un prognatismo craneal risible… ahí tenéis a los seres deformes. Otro dato más para justificar la maldad del hombre. Y sin hablar de Rousseau, que fue el único hombre bueno por naturaleza.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El púber (parte II)

Y grita, y pide al cielo un sentimiento,
pues mudo se quedó.
Tratando de entender su descontento,
sin obtener respuesta se alejó
confuso, quedo, lento.
 
Maldice hoy día eterno sufrimiento:
¿qué fue lo que pasó?
Tal vez no le atrapara su lamento,
tal vez lo que llamaba amor voló
y no estaba contento.
 
Maldice y, sin embargo, todo en vano.
No puede despertar,
su sueño ya no alcanza nada humano,
no hay ánimas ni musas que aferrar,
ni luz ni amiga mano.
 
Espera retornar, cual viento altano,
y lágrimas borrar,
transformado su rostro en veterano.
Maldice, pero espera retornar,
salir de su pantano.
 
En negro hastío nada, y su niñez
se marcha, abandonándole a su suerte.
A veces crece en calma y sensatez
pero otras veces, púber, se divierte,
tratando de evitar la madurez,
creyéndose colmado, henchido, fuerte,
repleto de visiones asombrosas
que son visiones necias, peligrosas.
 
Avanza deambulante, frente en alto,
su propia iniquidad ahora le exhorta
a no ser perdedor en este asalto.
Ya no quiere nadar, ya nada importa,
y, sin embargo, siente que está falto
de todo. Nada ya le reconforta.
Avanza deambulante y, en su mente,
no sabe si el futuro está presente.
 
¿Qué fue del niño que jugaba antaño
a cortejar amores imposibles?
El tiempo le ha dejado solo, huraño,
carente de deseos perceptibles.
Ahora el recuerdo le parece extraño,
se ve llorando llantos invisibles
que empañan su memoria desgastada:
de todo lo que fue, no quedó nada.

domingo, 2 de diciembre de 2012

El púber (parte I)

Una poesía. La divido en dos partes para que no os atoréis.

Nadando en tormentoso y negro hastío
el púber grita al Sol, desafiante,
en medio del eterno mar bravío
y mira hacia un lugar: es adelante,
gastado el sentimiento puro, pío…
abandonado ya. Y lo restante:
los miedos, los sollozos, los despojos…
se mueren por volver a ver sus ojos.

Perdido, paga el precio del pecado
de no avanzar en recta paralela.
No quiere caminar entre el pasado
y el fuego fatuo que le desconsuela.
Su exiguo rostro efímero, gastado,
no puede continuar; un pacto anhela:
tratar de recordar lo positivo
y no desfallecer; sentirse vivo.
 
Se esfuerza hasta el momento en que un lucero
golpea al tiempo pasos y caminos.
Su voz no le apacigua: muro, acero,
traición… desasosiegos mortecinos.
La luz no puede hablar de amor sincero
ni amor, sin más, ni cruce de destinos.
Tan sólo queda huir, dejarlo todo,
o despertarse herido, en frío y lodo.
 
El púber, ya batido en retirada,
se engaña y trata de buscar auxilio
mostrando altanería imaginada,
¡tan lejos sus promesas de concilio!
De todo lo que fue, no quedó nada;
de todo aquello que hizo, ahora, el exilio
es su único refugio. En él hibrida
ficción, tormento, sueños, voz y herida.
 
Marchita la intención de recompensa,
atravesado el necio desconsuelo,
la situación se va antojando tensa.
Tras noches sin paraguas, el desvelo
transforma y tergiversa lo que piensa;
en su mirar tan sólo asoma el hielo.
Desprecio y sinrazón indiferentes:
¡qué importa lo que piensen otras gentes!